Por Juan Ochoa López
“Mata a tu mujer con la maldición de la Lupuna, que no merece vivir la condenada” fue el frío consejo del brujo de la aldea. “Déjala que, por ahora, se ría a tus espaldas. Llegará la noche en que, del tronco mágico de aquel árbol maldito, surja el demonio ‘Chullachaqui’, el de los pies torcidos, que la va a rastrear, encontrar y destruir. Tú espera nomás, cholo, la Lupuna es madre y es justicia. Y no te preocupes porque venganza de selva no es pecado”.
La Lupuna es el árbol diabólico de la Amazonía peruana. Posee el ombligo abultado porque dicen que, cada año, gesta un hijo de Satanás, quien la embaraza religiosamente todos los Viernes Santo. Las lupunas preñadas procrean bebés deformes que ofenden la belleza de los crepúsculos. Los ataúdes de los brujos satánicos se hacen con la madera de sus troncos. Esos féretros ayudan a las almas oscuras a descender más rápido al infierno submarino donde les aguarda la Yacumama, la gigantesca madre serpiente, que devora a sus hijos demonios y que duerme el sueño eterno mientras, lenta y maquinalmente, los digiere.
La Lupuna es tronco misterioso y muerte en plena jungla, además de revancha. En secreto, las lechuzas, las anacondas y los otorongos negros llegan a los pies de ese árbol siniestro para absorberle un poder milenario que los hace inmunes a la fiebre y a las balas.
Y hoy que mi mujer se ha marchado con otro hombre, el brujo ‘ayahuasquero’ me sugiere que la “lupunee”. Debo hacerlo porque, según las leyes sagradas de la selva, toda perfidia conyugal se paga con la muerte. En la espesura, además, la piedad no existe. La boa constriñe, la lluvia arrasa, el río ahoga, la piraña cercena, el sol afiebra, la hormiga devora, la flecha envenena, tú lo sabes, hermano: “Para que en la Amazonía haya orquídea y paraíso no puede existir perdón ni misericordia”.
Pero, cristiano enamorado a fin de cuentas, dudo en cumplir tan macabro rito mágico - funerario: abrirle un orificio al tronco de la Lupuna, colocar dentro una fotografía pequeña de mi mujer y cubrirla con la misma madera del árbol maldito. Eso sería suficiente. En la tercera noche posterior a ese hechizo, la pobre soñaría sangre, tarántula y estiércol y, unos días después, un sudor frío y mortuorio brotaría de sus pechos hermosos, donde tantas lunas estacioné mi lujuria. Su muerte sería irremediable.
Miles de traidores han muerto por Lupuna en la Amazonía peruana. Y desde antes de los Incas y de los soldados españoles ¿O ya olvidaron que, hace tres siglos, los indios ashaninkas le sustrajeron unos cabellos a un cura franciscano para embrujarlo en el árbol maldito? A la semana siguiente, eliminaron al sacerdote en su propio altar y, para colmo, lo sacrificaron al estilo “cashacushillo” (“puercoespín”), no una sino muchas flechas, hasta que el infeliz pastor de Dios quedó atravesado y petrificado como una bola de púas junto a sus dos monaguillos. Cuando capturaron al asesino que encabezó tan sacrílego crimen confesó que no supo bien qué le empujó a aplicar “cashacushillo” al fraile, pero para nadie era un misterio que el diablo vengador de la lupuna, el más perverso de todos los sortilegios del mundo, había poseído previamente al despiadado criminal.
Indeciso, le consulté a mi Madre Selva si debía consumar mi venganza. Siempre busco la luz y las respuestas en ella cuando una sombra incierta me persigue, cuando la más mínima duda cruza y me enfría los hombros. Ella tiene la sabiduría de todos los jaguares y habla siempre al centro mismo del alma, esclareciendo y allanando. Fui a la orilla del río poderoso y le conté a mi Madre Selva del amor traicionado por mi mujer, de toda la sinceridad que hubo en mis manos, de la inocente devoción que los ojos y el sexo de ella siempre me inspiraban. Porque mi amada ostentaba varias sublimes y suculentas puertas, hoy lejanas por una deslealtad que duele más que el aguijón de la raya cuando se incrusta en la pezuña del hombre de la jungla.
“Lupuna entonces, hijo, muerte segura y todo acaba” sentenció mi Madre Selva, luego de escucharme. “Tienes mi licencia, no medites, limpia la hierba mala, véngate con Lupuna diablo, ya te dije que nunca pienses mucho, ritualiza su muerte y purifícate que lupuna es garrote, ley divina. Yo te lo ordeno”.
Una música delicada brotó de lo más negro del río Amazonas mientras las anguilas se quedaron quietas, también los delfines bufeos, las nutrias insaciables, los pájaros paucarillos, todos como estatuas coloridas de carne, petrificadas y humildes porque la Madre Selva había hablado desde su trono sagrado. Mientras tanto, en la tierra firme, en pleno bosque de Loreto, una Lupuna algo joven ya me estaba aguardando para cumplir la ceremonia letal de mi venganza.
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Medité lo que iba a hacer y decidí, por fin, entregarme al acto de la muerte. El árbol maldito me recibió con su ancestral desconfianza (la Lupuna te observa cuando llegas, adivina tus odios, mide todas tus flaquezas y sabe que, como las prostitutas, tarde o temprano terminarás cobijándote en ella). Mi cuchillo laceró su tronco satánico, le abrí una cavidad menuda, coloqué en ella una fotografía y cerré el encargo con el mismo engendro de su madera.
El diablo de la Lupuna, en las entrañas del árbol, observó la foto y le oí reír grotescamente. Como respuesta, oriné sobre el tronco en señal de desprecio hacia esta depravada especie forestal, solitaria y tan macabra que, igual que los árboles “renaco”, ahorca cruelmente con sus ramas a todos los infelices troncos y arbustos que osan brotar a su lado.
Volví a mi casa, a mi abandonado lecho marital, a aguardar, resignado, a que la magia de la selva surta efecto. Como es costumbre en la Amazonía, alisté una caja mortuoria de madera de capirona con una imagen del Santo Cristo de Bagazan para la fúnebre hora final cuando llegue la inevitable venganza.
Efectivamente, tres días después, el diablo ‘chullachaqui’ de la Lupuna emergió violentamente del tronco, vio la imagen fotográfica que le dejé, la rastreó como un sabueso por la jungla y llegó a mi casa, extrañado, a cumplir con su macabro rito. Me miró sorprendido, atónito y con algo de admiración. Una hemorragia brutal, interna, explosiva, pulverizó mis órganos vitales e hizo derramar ríos de sangre por mis uñas y mis ojos, como si alguien me hubiera inoculado el veneno de la serpiente shushupe.
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En su trono sagrado, mi Madre Selva lloraba inconsolablemente por mí, cobarde suicida. Y la Lupuna siguió de pie, gestando a su feto diablo, mientras las termitas profanaron su tronco, hallaron mi fotografía en un orificio y se la comieron.